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Entrega II
Diario de la Pandemia

por Efraín Bucler

Día 4 – Jueves 19 de marzo

Madrugada. Voy caminando despacio y con los auriculares puestos pero sin sonido. Por ahora y viendo la cantidad de personas en la parada hay más actividades esenciales de lo que imagino. Por ahora, lo esencial es producir ganancias. Y darle de comer y limpiar las casas de los que llegaron del exterior para contagiarnos.

Plaza Constitución es un hervidero. Se viaja sentado pero las colas para entrar a la estación de subte es larguísima. Pido permiso para pasar entre la muchedumbre y las agentes de Tránsito con megáfonos a manos limpias y sin barbijo. 

En el trabajo trato de recoger algún comentario de la victoria de ayer: nadie con hijos en el colegio viene a trabajar, tampoco los que pertenecen a grupos de riesgo. Pero llega un mensaje alarmante que dice que nos quedemos a pesar de la hora porque el director nos quiere ver. Y cuando nos ve, dice que a partir del 1 de abril no hay más francos ni vacaciones ni licencias para nadie; que a partir de una reunión con el Ministro de Salud hay más precisiones de la situación. Y que es desesperante.

Que se esperan anuncios respecto de los nuevos casos, que la cuarentena obligatoria es un hecho y ahí se atraganta con sus propias palabras. Un tipo casi sin sentimientos a la vista se quiebra delante de personas casi desconocidas. Toma de un sorbo el medio vaso de agua, gira con su silla hacia el teclado y agarra el mouse para hacerlo girar un poco. Por nervios, porque la computadora está apagada. El contagio vertical de la clase alta a la media también es un hecho y el virus está ahora en el nivel de las capas bajas de la sociedad. Acerca su cara hasta los que estamos del otro lado del escritorio y nos tira una cifra de infectados y posibles víctimas fatales que nos arrebata la moral y las ganas de enfrentar a ese deslucido y gris funcionario de la salud pública.

Luego, continúa con detalles de la readecuación de los hospitales de ahora en más: tantas camas para aquí, tal tipo de pacientes para allá, tales hospitales afectados solo a la pandemia. Su voz se pierde en mis oídos, va de izquierda a derecha. Siento el peso de la verdad aplastándome el cerebro. Lo siento sobre mi conciencia y entiendo que esto puede ser trágico si se oculta. Y si lo decimos también.

El pasillo es una batalla entre nervios y miedos. Propios y ajenos. Me voy porque no soporto más estar en este lugar lleno de gente discutiendo y porque ya es mi horario de salida. El Viejo es el que habla de nuevo y dice que somos colimbas de una guerra que no declaramos, como en Malvinas, y que el ministro es como el sargento que estaquea a los pibes en lugar de abrigarlos y darles de comer. Y yo apuro los pasos.

La vuelta a casa es patética con bullicio por todas las calles. Nadie le cree a nadie y quienes deben tener un poco de cordura están más cerca de salir corriendo que de asumir sus responsabilidades. Me doy cuenta que este día ya es muy triste y que ya queda en mis recuerdos para siempre. Pero igual llego a casa. Reúno a la familia y explico con detalles la reunión con el director, incluso los fatídicos números. Lloran todos y piden que no me muera y dicen que no quieren morir. Al fin y al cabo todo nos vamos a morir, pero les digo que no ahora ni por ésto. El aire que entra por la ventana es más que fresco y empuja las cortinas hacia adentro del living. Busco un abrigo y prendo el equipo de música.

Escucho: “Anti el oso”, de Antolín.

Día 5 – Viernes 20 de marzo

Ya están las cartas sobre la mesa. Salgo de madrugada y sorprendo mi inteligencia mientras camino a la parada de micros. Pienso que en cualquier momento me cruza el paso una patrulla y bajan uniformados que me apuntan a la cabeza y al pecho y me piden identificación. ¿Pandemia o paranoia? Llego a la fila de seis personas y espero sentado; continúo sentado el viaje a Capital federal. 

Constitución empieza a vaciarse y aparentemente la resignación va ganado a las ganas de normalidad y a la necesidad de ganarse el mango. Parece un domingo al mediodía. También conozco esta parte de la ciudad a esa hora. Solo que los vendedores de las veredas ya no están. Un único puesto de diarios y alguna que otra persona en las paradas de colectivos. Llego al fin al trabajo sin ganas de saludar. Todas las conversaciones tienen que ver con aclaraciones acerca de las medidas vigentes a partir de ahora por el Aislamiento Social Preventivo Obligatorio. Pienso que tiene razón mi compañera, todos los gobiernos buscan darle un sentido magnánimo a las medidas y por eso le ponen nombres y siglas rimbombantes. 

Al final de la jornada laboral y con los permisos de circulación en la mano, todos los delegados nos sentamos para pensar, para reflexionar un poco y también para darnos fuerzas. Ellos parecen tener más reservas que yo así que infiero que ya no es necesario alentarlos a nada y que ya está, me voy a casa.

Espero en Barracas por demás para viajar y la combinación de colectivos con el que me me deja a unas cuadras de casa es más lenta que nunca. Cuando llego, me saco el jean y la remera. Desinfecto la ropa y la llevo directamente a lavar. Las zapatillas las dejo afuera, donde definitivamente todo empieza a cambiar.

Busco un CD y escucho: “Is the end of the World as we Know it”, de REM 

Día 6 – Sábado 21 de marzo

Las compras, la limpieza, las lecturas y el trabajo manual para el fin de semana están en un listado escrito en una hoja cuadriculada pegada a la pantalla de la pc. La familia es un refugio atómico en el que podría pasar tres pandemias. 

Los vecinos más chicos juegan con la pelota en la vereda mientras los grandes tocan la guitarra y toman mates. La policía que pasa patrullando en motos no los echa como en los videos de los otros barrios más humildes que éste. Debe ser que formamos parte de ese grupo social llamado clase media, que se cree dueña de la conciencia nacional. Bueh, me voy a comprar mercaderías para unos cuantos días así no tengo que ver a ningún vecino. Para cuidarme, también del virus.

Por la tarde videoconferencia con el grupo de amigos. Catarsis, desinformación, preocupación y, al fin, una charla amistosa. Es increíble como pueden hablar tantas personas por más de tres horas sin interrumpirse mutuamente. Me insisten en que use el auto para ir a trabajar y les explico que queda en la calle y que entonces es lo mismo de peligroso. Me proponen hacer circular la información de un grupo que hace barbijos para el Hospital Iriarte porque a las enfermeras no les entregan elementos de seguridad, como tampoco les entregan en el Hospital Mi Pueblo ni en el Evita. Y termino sintiendo culpa por tener en mi trabajo lo que corresponde.

Al final, la charla virtual se parece una mesa de reclamos sindicales. Luego un panel de expertos y cuando la paranoia asoma nuevamente, cortamos  con la promesa de volver mañana con un poco más de distopía.

A las 21 hs. la familia me saluda y manda aplausos por WhatsApp. Al principio me emociono pero cuando prendo la tele y veo  aplaudir de pie a esos chantas con cara de situación la bronca gana terreno. Apago la tele para empezar a cocinar porque me toca y porque ya tuve demasiado de pandemia por hoy, que solo pasó una semana.

Escucho de fondo: “Paranoid Android”, de Radiohead

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